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Cuando en 1953 se estrenó en París «Esperando a Godot», casi nadie sabía quién era Samuel Beckett, salvo, quizá, los que ya lo conocían como ex secretario de otro irlandés no menos genial: James Joyce. Por aquellas fechas, Beckett tenía escrita ya gran parte de su obra literaria; sin embargo, para muchos, pasó a ser «el autor de “Esperando a Godot”». Se dice que, desde aquella primera puesta en escena —que, realizada por el gran Roger Blin, causó estupefacción y obtuvo tanto éxito— hasta nuestros días, no ha habido año en que, en algún lugar de nuestro planeta, no se haya representado «Esperando a Godot». ¡Más de cuarenta años en los escenarios del mundo! El propio Beckett comentó en cierta ocasión, poco después de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1969, que «Esperando a Godot» era una obra «horriblemente cómica». Sí, todo lo horriblemente cómica que puede resultar, a fin de cuentas, la angustiosa situación límite de dos seres cuya vida y grotesca solidaridad se forjan el la absurda y vana espera de ese quién sabe qué (o quién) al que llaman Godot…
Se dice que, desde aquella primera puesta en escena —que, realizada por el gran Roger Blin, causó estupefacción y obtuvo tanto éxito— hasta nuestros días, no ha habido año en que, en algún lugar de nuestro planeta, no se haya representado «Esperando a Godot». ¡Más de cuarenta años en los escenarios del mundo! El propio Beckett comentó en cierta ocasión, poco después de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1969, que «Esperando a Godot» era una obra «horriblemente cómica». Sí, todo lo horriblemente cómica que puede resultar, a fin de cuentas, la angustiosa situación límite de dos seres cuya vida y grotesca solidaridad se forjan el la absurda y vana espera de ese quién sabe qué (o quién) al que llaman Godot…