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Apenas veintitrés años tenía James Joyce cuando terminó la primera versión de lo que luego sería Dublineses. Era entonces un joven atormentado que buscaba en Europa la libertad, fuera del asfixiante ambiente de su Dublín natal, lejos del sofocante clima provinciano de Irlanda, donde se siente prisionero y donde tiene la convicción de que su arte no puede ser comprendido. «Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí Dublín para escenificarla porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis». Así explica el artista lo que para él constituyó una especie de ejercicio de exorcismo contra sus demonios interiores. Unos cuentos que debemos leer con precaución, prestos a percibir los ecos y los silencios.
Apenas veintitrés años tenía James Joyce cuando terminó la primera versión de lo que luego sería Dublineses. Era entonces un joven atormentado que buscaba en Europa la libertad, fuera del asfixiante ambiente de su Dublín natal, lejos del sofocante clima provinciano de Irlanda, donde se siente prisionero y donde tiene la convicción de que su arte no puede ser comprendido. «Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí Dublín para escenificarla porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis». Así explica el artista lo que para él constituyó una especie de ejercicio de exorcismo contra sus demonios interiores. Unos cuentos que debemos leer con precaución, prestos a percibir los ecos y los silencios.