Literatura, vocación y destino: cómo la lectura forjó a Vargas Llosa
Desde muy joven, Mario Vargas Llosa descubrió que los libros no solo eran objetos para estudiar, sino portales para entender el mundo y reinventarlo. Su infancia, marcada por el aislamiento y los silencios familiares, encontró en la lectura un refugio y, más adelante, una vocación. Fue en esas primeras páginas —devoradas con voracidad en las bibliotecas de Arequipa, Cochabamba o Lima— donde comenzó a formarse el narrador que daría voz a los grandes conflictos de Latinoamérica.
Entre sus influencias tempranas más determinantes se encuentran Gustave Flaubert y William Faulkner. De Flaubert aprendió la disciplina del estilo, la obsesión por la estructura y la búsqueda de la perfección narrativa. Vargas Llosa estudió Madame Bovary con devoción, incluso escribió un ensayo titulado La orgía perpetua, donde analiza la vida y la obra del autor francés. De Faulkner, en cambio, adoptó la complejidad de los puntos de vista, las voces múltiples y los laberintos temporales. Obras como Santuario y Luz de agosto marcaron su acercamiento a la novela total, aquella que explora la condición humana desde múltiples ángulos.
Pero su formación no se detuvo ahí. Admiró también a los narradores rusos como Dostoievski, a los existencialistas franceses y a los grandes cronistas del siglo XX. En sus entrevistas y ensayos siempre insistía: antes de escribir bien, hay que leer bien. No como tarea escolar, sino como ejercicio vital. Leer para él era una forma de resistencia ante la mediocridad, una forma de comprender el caos del mundo y de ponerlo en orden a través del lenguaje.
Este amor por los libros se tradujo en una producción literaria que abarca más de seis décadas, donde cada obra dialoga con las que lo formaron. En La guerra del fin del mundo se perciben ecos de Tolstoi; en Conversación en La Catedral, las estructuras laberínticas de Faulkner; y en El paraíso en la otra esquina, la influencia directa de su pasión por el arte y por las figuras históricas malditas, como Flora Tristán o Gauguin.
La lectura también lo formó como pensador. Vargas Llosa defendió siempre la libertad individual, no solo desde la tribuna política, sino desde su concepción de la literatura como territorio libre. Para él, los libros eran más que entretenimiento: eran herramientas para ejercitar el juicio crítico, para entender otras culturas, y sobre todo, para ampliar los límites de la experiencia humana. A través de ellos, podía ser un soldado brasileño, un dictador caribeño o un joven rebelde limeño, todo en una misma vida.
Hasta el final de sus días, siguió leyendo con la misma avidez con la que escribía. Y tal vez ahí esté la clave de su legado: en comprender que la literatura no solo nace del talento, sino también —y sobre todo— del amor profundo por la lectura. Por eso, recordar a Mario Vargas Llosa es también recordar lo que puede llegar a ser un lector cuando se atreve a escribir.
Para Vargas Llosa, la lectura no fue un pasatiempo, sino una educación sentimental, intelectual y ética. Fue lector antes que escritor, y nunca dejó de serlo. Tal vez por eso insistía en que una sociedad que no lee está condenada al conformismo y al olvido. En LIBRAICA, hoy celebramos no solo al novelista premiado, sino al lector insaciable que entendió que la literatura no es un lujo, sino una necesidad humana profunda.
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